lunes, 30 de noviembre de 2009

Misericordias Domini

i. Una de las sensaciones más humanas es la del arrepentimiento. No me refiero ni al remordimiento ni a la obsesión escrupulosa. Cuando pienso en arrepentimiento lo visualizo como una respuesta que tiene preparada el corazón para la estupidez propia: una oportunidad de dar marcha atrás a la violencia y al egoísmo humano que está al alcance de todos.

Creo que entre más humana sea una sensación puede ser más divina; entre más grande sea la sensación más se aproxima al cielo y mejor puede ser penetrada por la Gracia de Dios. Por eso creo que el arrepentimiento es muy humano.

Quería escribir algo sobre el arrepentimiento como una respuesta a las mociones divinas. Nos arrepentimos porque queremos resarcir la ofensa que hemos cometido. Un niño tiene muy claro esto: desobedecer a su conciencia es algo muy doloroso. Por eso pide perdón con lágrimas cuando ha ofendido a sus padres. No tienen claro todo lo que sus padres han hecho por él, pero alcanza a vislumbrar un esbozo de su entrega. Y detrás de ese acto –o más bien, por encima– están los padres que le han enseñado a seguir la voz de su conciencia a la hora de discernir qué es bueno y qué es malo.

Con Dios pasa lo mismo. Nos duele haber rechazado su amor –eso es el pecado, un rechazo nuestro, más que una haber desobedecido a Dios– porque Él quiere perdonarnos. Siempre. Las veces que sean necesarias. Las veces que se lo pidamos. Nos tira el anzuelo para que piquemos. Y ya en el camino del arrepentimiento nos topamos con que Dios mismo sale a buscarnos con un abrazo. No era tan largo ni doloroso el camino de vuelta como parecía.

ii. El corazón humano no necesita un lugar físico para expandirse. No lo necesita tampoco para desplegar su infinito potencial capaz de percibir belleza. La historia ha visto cientos de poetas que, encerrados en las peores condiciones de pobreza o de cautividad, han logrado expresar con elegancia, sutileza y magnanimidad la luz que surge del corazón humano, por más oprimido o necesitado que esté.

Pero me parece evidente que ciertos lugares facilitan y promueven esa comunión del corazón con la belleza y con la bondad.

Pienso en iglesias antiguas, altas y frías. Pienso en Notre-Dame de París, en Brompton Oratory de Londres, en San Juan de Letrán de Roma –salvo en agosto pues seguro que fría no estará–, en la Catedral de Toledo, en la Catedral praguense de San Vito y en la Stephansdom vienesa. Sí, también pienso en Fátima, en Santa Engracia, en Reina de los Ángeles y en San Franciso… pero sólo porque me recuerdan a esas otras grandes iglesias.

En ellas es fácil percibir la llamada divina al arrepentimiento, y más si un órgano y un coro llena el aire de música.

Uno se deja envolver por Dios –claro, también al alcance en cualquier montaña, en cualquier bosque y en cualquier noche oscura, pero menos palpable– y se deja llevar por senderos que reconducen a la paz y a la serenidad. El corazón suelta sus amarras terrenas y se funde con la Misericordia divina. Las lágrimas tímidas y los deseos de santidad dejan de ser ásperos y se endulzan con la Gracia. Vemos al Crucificado que abre sus brazos a la humanidad entera en medio de un dolor que nos purifica. ¿Quién puede resistirse a esta suave llamada a la reconciliación? Y ya, al borde del llanto contrito, nos topamos a la Virgen que nos sonríe. Entonces lloramos hasta quedarnos sin lágrimas.

Y viene la Paz. Y reiniciamos el camino… otra vez.

iii. Mozart compuso Misericordias Domini (las Misericordias del Señor) usando como base el salmo 89, cuyos primeros versos dicen: “Cantaré eternamente el amor del Señor, proclamaré tu fidelidad por todas las generaciones. Porque tú has dicho: Mi amor se mantendrá eternamente, mi fidelidad está afianzada en el cielo (…)”.

Me parece que el mundo cambiaría bastante si meditásemos con frecuencia esta última frase.

1 comentario:

. dijo...

que bendición el poder maravillarse de los pequeños (o grandes) detalles. Tanto físicos (como lo de las iglesias) como espirituales (como el arrepentimiento.